miércoles, 7 de septiembre de 2016

Y en el principio fue... (y 5)



Además, tal fervor profesa el auténtico parnasiano por la belleza, que no puede supeditarla -ni siquiera equipararla- a ninguna otra exigencia. Especialmente, a las exigencias de índole moral. Aunque aquí es donde se encuentra la piedra de toque de este movimiento literario.


Tanto Poe como Baudelaire coincidían en deplorar el didactismo en poesía. Creían que nada debía eclipsar la unidad de efecto de una obra; sobre todo, el virginiano, que se caracterizaba por hacer continuamente hincapié en la importancia del desenlace. Sin embargo, allí donde se remata con una moraleja, allí se está vulnerando este principio de unidad. Baudelaire, por su parte, afirmaba, con respecto a Víctor Hugo, que “nuestro pueblo antipoético no le admiraría tanto si fuera perfecto, de modo que sólo ha podido hacerse perdonar su genio lírico introduciendo brutalmente en sus obras lo que Poe consideraba la mayor herejía moderna: la enseñanza”. 


El poema no es el vehículo idóneo para trasladar una verdad: naturalmente, se referían al poema rimado y ritmado, es decir, a la obra literaria en la que prima la musicalidad sobre el mensaje -la melodía de la canción sobre la letra. Esto podía lograrse mucho más rigurosamente mediante la prosa, que no estaba sometida a tales exigencias técnicas y permite una mayor flexibilidad del discurso.


En realidad, el poema es el vehículo idóneo para la transmisión de la belleza suprema, tal como la concebían ambos genios de la literatura. Y no sólo la existencia de rimas entre sus versos, sino también la elección rigurosa -vuelvo a insistir en el epíteto- de dichas rimas, era el factor que más decisivamente contribuía a su aproximación a la belleza. Pero en su grado de compromiso con la conformación de dicho ideal, precisamente, es donde la personalidad de cada parnasiano queda marcada de un modo más nítido.


Así, tanto Poe como Baudelaire creían abiertamente en la existencia de la vida más allá de la muerte, y en esto coincidían también con la noción espiritista de Gautier. En su “Filosofía de la composición”, Poe asevera que el tema más bello que pueda tener un poema es el amor por una mujer muerta. De hecho, es apabullante el número de mujeres muertas que protagonizan tanto sus cuentos y poemas -“Annabel Lee”, “Ligeia”, “Morella”, “Isadora”, “Eleonora”, etc.- como los de Gautier -“La novela de la momia”, “Espirita”, “El pie de momia”, “La muerta enamorada”, etc.


Por el contrario, entre los parnasianos más fanáticos, esta concesión gratuita a la pervivencia de los dogmas característicos de un pasado inmediato con el que pretendían romper, incluso hecha en pro de conservar su esperanza en la belleza suprema, constituía una inexcusable licencia en sí misma. Leconte de Lisle, en efecto, dejaba entrever su visceral ateísmo de juventud en la forma, casi hippie, que abogaba por la reencarnación de los seres -de modo que las almas no ascendían a ninguna clase de dimensión espiritual, sino que se mantenían eternamente ligadas a la tierra dentro de otro cuerpo. Y el risueño Banville, a la manera despreocupada de Aloysius Bertrand, escribía siempre sobre la dicha de vivir. Pero también escritores jóvenes, como Verlaine, abjuraban de tan elevados vuelos del espíritu, y preferían mantener los pies en tierra, escribiendo sin empacho: “La Vie est triomphant, et l’Idéal est mort!”.


Otra notoria desavenencia entre estos autores radicaba en su juicio sobre la mayor o menor extensión de las obras poéticas. El plato fuerte de Leconte de Lisle eran sus larguísimos poemas épicos, ambientados en épocas remotas pero siempre precristianas -cuyos grandiosos escenarios le procuraba el “pagano” Ménard. Sin embargo, Baudelaire criticaba abiertamente esos largos ejercicios de evocación descriptiva y de heroica retórica, aduciendo que disipaban la imprescindible unidad de efecto -al sobrepasar el tiempo máximo de atención que puede exigírsele a cualquier lector.

En la postura contraria, Ménard insistía en identificar la dualidad monoteísmo-politeísmo con la dualidad despotismo-democracia, considerando que una sociedad católica había de ser, por fuerza, una sociedad represora e intolerante. No hay más que leer la “Hypatia” de Lisle para percatarse de que el “galileo” no era tampoco del agrado de éste. Por el contrario -y como ya se ha puntualizado en una entrada anterior-, tanto Poe como Baudelaire hubieran sacrificado de buena gana todas las ideas igualitarias y democráticas en el selecto altar de un misticismo pseudo-católico de la belleza.


Pero todo esto ya comienza a parecer una cuestión de estilo personal: y ése ya no es el asunto de esta serie de entradas.
 

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